lunes, 19 de septiembre de 2022

El tercer ciego.

La mente de Ignacio estaba totalmente rota.

Mientras que caminaba cual borracho por la avenida, en su mente, el se encontraba en un lugar carente de sentido y gravedad, en el que los transeúntes, sombras malignas a su juicio, lo atormentaban con expresiones peyorativas. El aire tenia su propio olor, era rojo, y los altos edificios del centro de la ciudad eran estructuras claramente construidas pero carentes de función, esculturales proyecciones de terracota de ángulos arbitrarios y masas que las cuneiformes columnas no deberían ser capaces de soportar.

Dentro de su percepción enferma, los carros eran criaturas desprovistas de simetría, que sin cabeza o piernas, mal andaban por la carretera que para el era mas bien un árido suelo, usando unos brazos conectados de manera radial a un disco de piel. Las apuradas formas alteraban su movimiento para evitar a Ignacio, y el hacia bien en alejarse, no porque recordara que eran vehículos, sino porque tenia la sospecha de que si cualquiera de los brazos lo llegaba a agarrar podrían fácilmente despedazarlo.

Mientras Ignacio batallaba contra sus sentidos, sentadas en una amena cafetería una madre y su hija esperaban lo pedido, y dio la casualidad de que la pequeña sintió curiosidad por aquel sujeto que en aparente valentía no temía ser atropellado en medio del transito: 

-Mamá ¿Por que ese señor va por ahí?
-Mírale la pinta, es un indigente.
-Si, pero... ¿Por que va por ahí? He visto indigentes antes, y ninguno suele ir por en medio de la calle, ademas hay carros y van muy rápido, apenas logran evitarle.
-Déjame terminar. Mírale la ropa, esta toda desgastada, y su cara sucia por el sol y el mugre, esta fuera de si, dopado con alguna sustancia.
-¿Sustancia?
-Hmmm, si, son drogas, se llaman drogas; son como alimentos que puedes consumir que hacen que veas todo distinto.

La madre señaló al sujeto en el momento en que alzó la cabeza ante un vació que para el era un ojo luminoso, que con voz profunda y como elevada por un megáfono, desde un boca invisible lo sentenciaba a muerte. Los ojos castaños de la pequeña, primero clavados en los de su progenitora se fijaron luego en el gesto del desafortunado, y la razón concedió que era extraño que se postrara ante un espacio vació. Con un gesto casi sarcástico, un seriedad fingida, una frivolidad detectable por cualquiera mas experimentado que una niña de diez años, la madre tomo la oportunidad de mencionar algo de relevancia, meneó descendentemente la mandíbula y exclamo:

-Son malas.

Su hija le devolvió la mirada tan rápido como se la había quitado.

-¿Eh?
-Las drogas, son malas, si alguien te llega a ofrecer, vos te niegas ¿Va?

Con la boca ligeramente abierta, la niña hizo "si" con la cabeza, como quien procesa una información nueva en la juventud. La pequeña, mentalmente, había llegado a una conclusión a tal efecto segundos antes, racionalizando que, si estas dichosas drogas alteraban los sentidos de forma tal que envalentonaban a ese hombre para tomar la decisión de andar entre unos coches que en cualquier momento podrían llegar a atropellarle, debían ser consumidas con precaución.

Sin embargo, aunque la anterior inferencia era una forma refinada de conocimiento, no necesariamente carente de valor, se alejaba por kilómetros de ser una explicación para las alucinaciones de Ignacio, que no eran originadas por estupefacientes, sino por un mal cerebral. A los ojos (miopes) de la madre se les escapo un detalle, un recorrido de sangre que pasaba desde alguna herida indefinida en la cabellera de Ignacio, hasta su mentón. Además, hubiera observado con mayor atención la señora los atuendos del delirante, se hubiera percatado que aunque malgastada y rota, se trataba de un sudadera de marca, para nada algo que llevaría puesto un desposeído.

Ignacio era alguien que hasta hace unas horas había gozado de salud mental a lo largo de sus treinta y cuatro años, además, no era alguien que necesitara estar en la calle, tenia una casa, y una familia que le esperaba, tenia (o mas bien tuvo) también un automóvil, un convertible BMW 435i M, que en este momento se encontraba destrozado, impactado contra un muro, en una calle cercana. 

Ignacio sobrevivió al incidente, pero no salió intacto, su cráneo se mantuvo en una pieza en el instante que se chocó contra el pavimento a costa de la integridad de su cerebro y su cordura. Las alucinaciones lo habían traído hasta el punto en el que se hallaba, lugar que para el era claro, era algún tipo de tribunal, en el que un ser supremo ahora le juzgaba por crímenes que dentro de la lógica alterada tenían todo el sentido del mundo.

-Y por ello, Ignacio Ortega ¡Eres condenado a la muerte!

Soltó un grito que incluso la madre y la hija pudieron escuchar:

-¡No! ¡Por favor! ¡Piedad!

Pero era demasiado tarde, uno de los brazos que protuberaba desde las criaturas en forma radial se aferro a Ignacio, y después de despedazarlo, lo lanzó por los aires, en partes.

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